Érase una
vez una clase de 4º que se llamaba Livia (o eso ponía en el radiador). Livia
era de color cremita y blanco, tenía muchos pósters, cuadros y corchos. También
tenía 26 pupitres y una mesa muy grande de la profesora. Le gustaba mucho que
los niños y la profesora la cuidaran. Siempre estaba contenta, pero a veces se
aburría.
Tenía
cuatro amigos que se llamaban Fernando, la persiana que siempre resistía el sol
o el frío; Miguel, el armario, que tenía muchos chichones porque siempre le
daban golpes; Mario, que era la bola del mundo, al que pocas veces usaban
porque preferían usar al mapa, Juan, puesto que estaban dando las comunidades y
muchas cosas más, y además Juan era de España y de Salamanca.
Una mañana
lluviosa de marzo, en la que no había casi nadie por la calle, los niños
estaban atendiendo a Raquel, que era la profesora. Livia se estaba aburriendo.
Miguel estaba cerrando y abriendo sus puertas. Juan estaba cansado de que le
dieran con una regla para señalarle, primero el ombligo, que para los niños era
Madrid, y luego otras partes haciéndole cosquillas.
De pronto,
a las 10:14, se oyó un ruido como de una explosión. Había sucedido en Diego,
que era otra clase como Livia. Sonó la sirena de incendios. Mario, del susto,
se cayó y empezó a rodar. Los niños intentaron salir, pero la puerta se había
atascado. Raquel abrió la ventana, aunque no funcionó, porque Fer estaba
dormido y enroscado como un tronco. La pizarra parecía estar ardiendo ¡se
estaban asfixiando!
Raquel no
tuvo más remedio que despertar a Fer. Se desenroscó y Raquel se arriesgó a
saltar por la ventana. Livia no se tenía en pie del susto. Se iba a derrumbar
la parte sur del cole. Juan ya estaba echando humo por las orejas, y Mario
parecía una castaña asada. Fernando estaba tan tranquilo y, a la vez, tan
nervioso: tenía un lado acalorado y el otro helado.
Los niños
estaban muy asustados, hacía un calor horrible y se estaban asfixiando y nadie
sabía qué hacer.
Al fin,
Livia tuvo una idea: que los niños cogieran a Juan y Mario y se metieran en
Miguel, el armario, hasta que llegaran los bomberos y apagaran el fuego. Así lo
hicieron y, cuando salieron, no vieron ya fuego, sólo a los bomberos y a Livia
medio destruida. Fer estaba chamuscado.
Los niños
se fueron muy tristes, pero, al día siguiente, se pusieron muy contentos al
verlo todo mágicamente arreglado.
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